viernes, octubre 26, 2007

Noticias de Deborah Nofret

Penetre a Deborah a cuenta y riesgo suyos.

Los que van más adentro de la
superficie, hácenlo así a cuenta
y riesgo suyos.
Los que leen el símbolo, hácenlo
así a cuenta y riesgo suyos.
Oscar Wilde.

La idea de enfrentarnos a una obra de arte como si nos asomáramos a una ventana no ha perdido vigencia. Esta continúa siendo una de las más válidas y socorridas maneras de enfrentar la comunicación estética: apelar a esa disposición voyeurista a invadir espacios ajenos, a descubrir intimidades, a "adentrarnos" como prestándonos a un juego pre-sexual.
De hecho, el mayor placer que suele experimentar el espectador común es quizás no tanto verificar bellas apariencias, como creer que venció los umbrales trazados por su interlocutor desde el arte. En cambio, el placer de un artista muchas veces radica no tanto en las trampas que urde auxiliándose del críptico mensaje de una imagen, sino en creer que nos ha engañado. Artista y espectador se prestan entonces a una suerte de escarceo erótico, a un suave forcejeo por traspasar límites.
Todos hemos experimentado alguna vez esa perversa curiosidad que despierta un rostro o, al menos, lo que ese rostro puede ocultar. Ante un retrato, por ejemplo, el público prefiere ignorar obvias revelaciones, dejándose arrastrar por aspectos más subjetivos que un ojo desinteresado o escrupuloso pasaría inadvertidos. Poco importa el dato explícito, si logramos hallar el orificio por el cual podamos oportunamente fisgonear tanto el alma del retratado, como los más íntimos pensamientos y pasiones del artista.
Un retrato es superficie y símbolo, pero también puede constituir una solución ideológica para la construcción de identidades y, por tanto, un ardid para elaborar sutiles disfraces. Precisamente éstos son algunos de los elementos de los cuales se vale Deborah para armar una estética del camuflaje. Solo que en el caso de esta artista los recursos para el engaño nacen de una ininterrumpida serie de inversiones de las convenciones comunicativas. Podría afirmarse que Deborah simplemente le ofrece al público lo que éste siempre ha buscado; esa es su mejor trampa.
Deborah se exhibe deliberadamente; se coloca bajo la lupa del espectador, desafiándole, provocándole a invadir sus secretos, dejándole adivinar. A la tentación le sigue la duda. Y a la duda, la contención y el suspenso. El drama se acentúa con los silencios y lo no dicho se convierte en algo tan importante como lo ya nombrado.
El autorretrato le permite a la artista personalizar aún más este peculiar diálogo. Pero para un público no avisado, enfrentar los autorretratos de Deborah es como "llegar y encontrar la mesa servida" y reconocer luego los confusos efectos de un espejismo. Sucede que en sus "ciberpinturas" se tocan los más tradicionales conceptos y géneros del arte y las más sofisticadas herramientas con que dispone la alta tecnología; sin embargo, todo en ellas apunta hacia los más falsos ángulos de esos extremos. La lógica tensión entre ambos resulta aquí un eficaz ingrediente del mensaje destinado a enfatizar la mentira como señuelo.
Para ella el "autorretrato" es paradójicamente un vehículo para engatusar al público en un juego de ilusiones, y no el inocente "desnudo" de su alma. Si algo hay de autobiográfico en los autorretratos de Deborah es la máscara; no debe olvidarse que esta artista debe su formación en buena medida al mundo del teatro, medio en el que se ha desenvuelto durante varios años. Sin embargo, su óptica sobre el drama se amplifica en su universo de referencias. La vida social es un conjunto de sobreentendidos, de los cuales Deborah hace un uso táctico. Los artilugios esgrimidos por las conveniencias éticas e ideológicas, por la masificación de la cultura, por la teatralización del poder o por la despersonalizada perfección de productos provenientes de los avances de la informática, y hasta las normas convencionalismos sedimentados por la historia del arte, forman parte en su obra de una complicada madeja de significados que confluyen en un territorio común: la ritualidad.
La supuesta veracidad atribuida al aspecto documental de la fotografía es puesta en crisis una y otra vez por esta artista. El afán por "penetrar" a Deborah me lanzó a buscar más información sobre su método de trabajo y pude ver las fotos que, después de scaneadas, le sirven de punto de partida a sus Deformaciones. Son comunes "Fotografías de Estudio", que parecen tomadas para halagar la vanidad de un sensual rostro femenino. El documento inicial desaparece excluido por un desfile de rostros inéditos, cada uno de ellos un nuevo testimonio, cada uno una nueva y versátil Deborah. En un inicio me dejé atrapar pensando que se trataba de una labor de añadidos. Sólo después de observar y comparar detenidamente un grupo de obras, comprendí que para producir sus autorretratos la artista va quitándose la piel, desvistiéndose de armonías. Guiada por un impulso que tiene tanto de arqueológico como de freudiano, Deborah va explorando sus más recónditas fantasías personales, excavando en su mundo interior, reubicando los fragmentos sueltos de diferentes momentos de su identidad. Puede presentarse a medias entre el delirio y la perplejidad, portando un grotesco y enfático maquillaje que se confunde con desgarraduras, denunciando la impostura de una personalidad provisional y sustituible; o convertir en ridícula caricatura una goyesca pose de maja; o, bajo el título Eros, hacer coincidir en el mismo lecho a dos Deborahs casi idénticas, que se acarician con lascivia y muestran con desparpajo su extenuado goce, convencidas de la presencia de una mirada intrusa.
Los métodos de seducción de Deborah son disímiles. Hasta en el modo en que hace evidentes algunas huellas del proceso o en que convierte la situación creativa en asunto de algunos de sus trabajos, el espectador virtualmente se interpone en la ruta de Deborah, sustituyendo simbólicamente sus fuentes de energía. En una de las obras de esta serie un plug eléctrico, probablemente el de su ordenador, se alimenta de la artista. Pero la imagen puede ser vista igualmente de la siguiente manera: Deborah respira a través de esa conexión. Una tercera opción parece completar el ciclo: el público alimenta a Deborah. Tal parece que la artista se empeñara en reafirmar que las cosas no han cambiado tanto; la relación entre el creador y el espectador se expresa como el nexo entre un fisgón y un fisgoneado, pero ambos sitios son intercambiables. Sería inútil aproximarse con la ingenua esperanza de que conservaremos nuestro rol y nuestro lugar.
Deborah se coloca ante sus propios límites, se asoma a su propia ventana. Algunos podrían llegar a afirmar que Deborah va en busca de sus propios demonios deconstruyendo su identidad y que nos arrastra en esa perversa trayectoria invitándonos a recomponer su retrato. Yo preferiría decir que sólo exhibe sus máscaras --las máscaras que todos llevamos dentro--, como si la verdadera Deborah únicamente existiera en virtud de sus disfraces. Y éste es probablemente uno de los más atractivos enfoques de la obra de la artista: la verdad es tan leve como la imagen en la pantalla del ordenador, inesperadamente modificada por el inquieto movimiento de un Mouse.

Eugenio Valdés Figueroa.
La Habana, 1999.