viernes, octubre 26, 2007

De la subversión a la penitencia, y viceversa…

"Divino sacramento" en el umbral del tercer milenio.

En la sociedad actual, "el otro a falta de una prueba comprensible de su identidad, se convence de que no tiene más remedio que integrarse o desaparecer. Ello hace que el arte se convierta en una metodología para recuperar el poder de la auto-representación y la representación del significado (forma)". Trasvestirse, multiplicarse, desdoblarse, desnudarse… La disolución del cuerpo y sus mutaciones deviene interface de conexiones diversas, múltiples. El rostro y el cuerpo como centro, lugar donde acontecen procesos, intercambios, manipulación de referentes o conjunto de reclamos con respecto al mundo que nos rodea. Continuo ensayo sobre el retrato (autorretrato) y las identidades, la obra de Deborah Nofret, establece un juego de transformaciones que va del expresionismo altisonante a un estado de calma alucinada, de fluidez hedonista.
En "estado de penitencia", la artista parte de su imagen, al tiempo que se desprende de ella, pierde la propia identidad, para conservar ese "nomadismo perpetuo", como expresión de la "escena siempre provisional y transitoria, que refleja nuestro tiempo sin clausura, sin identidad fija, errante, sin rostro". Si en momentos anteriores, su rostro, su cuerpo (o algún otro fragmento de su anatomía) habían servido de materia prima "reproduciéndose en múltiples representaciones manipuladas, integrándose a un profuso entretejido de texturas, diluido en infinitas mediatizaciones de la mágica pantalla" (Ciberidentidades, 2000); habían "rastreado historias perdidas entre pueblos, atrapada en la arqueología de su espíritu, más allá de las acostumbradas expresiones de transculturación afro-antillana" (2002); o habían aparecido insistentemente tatuados con códigos de barras, mensajes de texto, teléfonos fantásmáticos, profundamente implicada en esa imagen procesual desde una apelación a los rituales (Preferencias prestadas, 2003); ahora, siguiendo esa especie de obsesión autorreferencial y la expresión de sus más íntimas inquietudes y contradicciones, ensaya el "poder de perdonar los pecados". Una especie de "redención", de oportunidad al cambio y la esperanza que considera necesaria, en los tiempos que vivimos.
La maja, encadenada, inmóvil, extiende su mirada, sus manos esposadas, ofrece su cuerpo y la sensualidad de sus formas, invitando a la liberación de ataduras. El discurso (plasticidad de la imagen) depurado, sutil, cobra nuevas dimensiones, como si quisiera afianzar el hilo de una incertidumbre primera, ese umbral de indeterminación al que hay que volver. Como si quisiera empezar una y otra vez desde cero, partiendo, al mismo tiempo, de aspectos reflejados en etapas anteriores: el complejo diseño de las identidades, las relaciones de "otredad"; el trabajo con términos "prestados", esos trozos inconexos de vida imbricados en el gran mosaico de la existencia cotidiana; posturas críticas frente a la incomunicación en una sociedad tecnológica, hipercomunicada; reflexiones de orden antropológico, social y político, (cuando su rostro se convertía en la mujer afgana o cuando sus mensajes se impregnaban de referentes de la tradición afrocubana).
De las atractivas imágenes de radiantes colores y el llamativo "sortilegio de sus performances cibernéticos", pasa (en su peculiar Penitencia) al blanco y el negro, a la seducción de los tonos sepia, las gradaciones de grises, la magia de luces y sombras, y al rejuego iconográfico basado en la historia del arte (la Maja de Goya, la imborrable secuencia de artistas mujeres representando el cuerpo femenino). La figura y actitudes de la maja, se repiten, insistentes, componiendo en ocasiones una extraordinaria variación de collages (mezcla de figuraciones y abstracciones, recreaciones "post-pictóricas"), repeticiones de imágenes o fragmentos, dentro de "este repertorio crecido con tradiciones plásticas recientes -del arte óptico a la imaginería psicodélica- en una suerte de zona cultural "retro" y "post".
La utilización del cuerpo y el instrumental cibernético (digital) para realizar una expansión de lo fotográfico (como parte de esos territorios "contaminados", estética de la hibridación, que articula lo fotográfico, lo pictórico, lo instalativo o performático) y componer un inmenso fresco que corresponde al (fragmentario) retrato colectivo de una época posthistórica; persiste en la actitud "desobediente", en ese proceso de indagaciones, de cuestionamiento incesante instintivo, que, necesariamente, le lleva a "poner en entredicho la realidad". Penitencia ante el mundo, ante la pérdida de nociones éticas, en un momento en que las llamadas estructuras de poder (políticas, mercantiles) implantan dinámicas de arbitrariedad, de guerra, neocoloniales, cuando prolifera la sinrazón, el descalabro, fenómenos como la "banalización de la política", la "trivialización de la violencia"…. En actitud yacente, esposada (especie de "vía crucis", como "cristo en la cruz"), símbolo de las dolencias del mundo, encarnación de "pecados cometidos", (propios y ajenos), representa (protagoniza) los "actos del penitente": Examen de conciencia, (contrición: dolor del alma y detestación del pecado cometido). Propósito de Enmienda. Confesión. Absolución. Satisfacción.
Penitencia, también, como (castigo, reprimenda), expresión de ataduras y mecanismos de represión, de control, de poder. Desde niños somos dirigidos por sistemas establecidos de control y censura. Prejuicios, controles de la conducta, nos obligan a transitar por terrenos de lo "habitualmente correcto", lo "normal", lo "permitido". Manos, torsos, pies, encadenados, atados (impotencia, quietud, retroceso), hablan de "la dificultad de "ser", de expresar las propias capacidades como gran reto que ha de enfrentar el ser humano en el umbral del tercer milenio". Gigantescos rosarios, cadenas que impiden avanzar, que pesan sobre las manos y la espalda, como reflejo (a su vez) de los propios límites que se impone, en ocasiones, el ser humano, incapaz de ver más allá de lo establecido, impregnado de miedos, debilidades y temores, incapaz de proponerse (o al menos intentar) alcanzar sus propios sueños. Crisis del hombre y la sociedad contemporáneas (que incluyen el mundo del arte).
El arte implica una subversión de valores, un "pecado continuo", un salirse de las normas, una desobediencia, un estado de penitencia (y satisfacción) permanente, abierto e ilimitado, fértil e infinito, en la renovación de sus energías y sus fuerzas. La imagen (penitente) de la artista, conlleva una actitud de entrega, de compromiso, de fe: devoción sentida y definitiva a la creación. Maja/virgen esposada y penitente, idílica devota en su religiosidad, de mirada lejana, inaccesible, y a la vez provocativa, terrenal y lasciva, demoníaca, aparece envuelta en texturas visuales, entresijos semánticos, laberínticos relatos, que refuerzan y ocultan su desnudez, que acentúan la seducción como "transgresión de lo prohibido", la invitación a la reforma continua de ideas y sensaciones. Caer en la "tentación" es un hecho, entonces, inevitable.
De la subversión a la penitencia y viceversa, (del pecado al castigo, a la redención), la obra de Deborah Nofret se adentra (desde una sutileza cada vez mayor), en los umbrales de lo sublime y nos ofrece, como nunca, un espectáculo, un mensaje de liberación necesaria, de espacio para el ser y la forma, de irreverencia (saludable) para la conducta y disfrute de los sentidos. El rostro se levanta, expresando un dolor contenido, una angustia latente, intensa, tras el efecto hipnótico de un hedonismo inquietante. Canto a la libertad frente a la opresión, a la paz frente a la violencia, a la acción frente a la inercia, la resignación, el conformismo, deja que los pensamientos fluyan desde esa condición de ritual, casi chamánica… Mar, arena, océano de manos esposadas, abre el camino, hacia un mundo de posibilidades, en una "invitación a la revuelta", a la rebelión -liberación individual y colectiva-, al renacer espiritual del individuo: "Divino sacramento" en el umbral del tercer milenio.

Wendy Navarro Fernández.
Barcelona, 2004.



MAGIA CONTRA GLACIACIÓN.

Una aproximación al imaginario cibernético de Deborah Nofret.

Fernando Castro Flórez.

Flusser consideraba la telemática como una técnica que haría posible la utópica construcción de una sociedad basada en la realización de unos en otros, esto es, la supresión de la ideología de uno mismo en favor del diálogo con el otro o, mejor, de una realización intersubjetiva. Si en la sociedad de la información tan sólo se llega a una "agrupación" predominará el mal gusto y la brutalidad, "sin embargo, si la conexión consigue penetrar en los medios de comunicación de masas y traspasarlos; y si las islas conectadas, como los terminales informáticos, los circuitos de video o los hipertextos, pudieran desintegrar las agrupaciones, entonces la sociedad de la información utópica, en la que podemos realizarnos entre nosotros,irrumpiría a nivel técnico y, a partir de éste, también existencial, en el ámbito de lo posible". Frente a esta "esperanza" aparecen visiones extremadamente crítica con la cibercultura, que no sería otra cosa que un estadio mutante de la sociedad del espectáculo, empleando las mismas técnicas de neutralización de lo que se le opone, al mismo tiempo que produce una deriva fetichista: "Lo "virtual" de lo que tan a menudo se habla, no sólo es el resultado del triunfo de lo "espectacular" (falso verdadero o verdadero falso), sino del crecimiento de una palabra precaria, parásita, sobre todo deslegitimada, dispuesta a convertirse en retórica del conformismo, sierva de la opinión, cuyo cinismo carece incluso de la capacidad de persuasión que la sofística inventó para "curar"". La nuestra es una cultura domesticada o absorta con los dispositivos técnicos, sosteniendo un discurso de corte claramente naif, en el que cualquier perspectiva escéptica es segregada como meramente "anticuada".Todavía es difícil caracterizar las nuevas formas del poder en la sociedad telemática, donde se trenza una red que está cambiando nuestro modelo de cultura, que algunos han denominado comunidad virtual. Estamos asistiendo al despliegue radical de una estrategia que tiende a homogeneizar y a imponer la banalidad, en una combinación sin fisuras de conformismo y "despolitización", siendo dominante la intervención de una narratividad televisiva que "hablando con propiedad, no va destinada a nadie en concreto y de que nadie ha pensado ni pretendido nunca conseguir semejante objetivo". Cada día se propaga más el culto al voyeurismo y la estética de la espontaneidad populista, esos retazos de vida, reducidos al ridículo, ansiosos de conseguir el placer del voyeurismo o, para ser más preciso, llegar a esa identidad del ser visto por todos, electrónicamente, a distancia, comprimido entre risas enlatadas, publicidad y gestos grotescos del presentador que sin camuflajes arroja a cada cual una importante ración de insultos. Deborah Nofret utiliza el instrumental cibernético para realizar una expansión de lo fotográfico y, sobre todo, para componer un inmenso fresco que corresponde al (fragmentario) retrato colectivo de una época posthistórica. En el fenómeno translocal de la virtualidad el tiempo ya no está constituido por acontecimientos sino por puras eventualidades, una temporalidad sintética que confunde el tiempo de la máquina con el del sujeto, que, en cierto sentido, llevaría al artista a reubicarse en la hibridación (entre lo real y lo virtual), actuando sobre la trama epistemológica finisecular. En ausencia de utopía, al seguir siendo las cosas contingentes y desiguales con sus propios conceptos, la crítica o el procedimiento alegórico adquiere el rango de deber.En vez de hablar de clausura de la representación es preciso comprender que se ha impuesto un arte terminal. La estética de la desaparición característica de lo que Weibel llama la era de la ausencia, asume que estamos en transformación, navegando por nuevos terrenos, como el double digital, en la disolución del cuerpo o en sus mutaciones, como es manifiesto en los rigurosos planteamientos artísticos de Deborah Nofret, contemplando la dificultad para dotar al tiempo de plenitud. Acaba planteándose una encrucijada para el arte del fin de siglo: "no ya vanguardia o tradición. Sino compromiso, formal y temático, con una nueva sensibilidad temporal, con un uso creativo (y, en consecuencia, crítico) de las imágenes. O desaparición en la técnica, fundido en esa unidad técnico-comunicativa que constituyen los lenguajes hiperestetizados de la cultura de masas. En definitiva, estamos asistiendo al necesario nacimiento de una nueva moral de la actividad artística o a su disolución". Deborah Nofret, con una lucidez singular, revisa un género tradicional como el retrato, haciendo uso de la capacidad mutante propia del dispositivo digital, componiendo una singular alegoría sobre un tiempo de incomunicación. Sus rostros están tatuados con códigos de barras, mensajes de textos, teléfonos fantasmáticos, espejismos que tienen la forma de televisores. Ella se implica en esa imagen procesual desde una apelación a los rituales, en un raro sortilegio que podría interpretarse desde claves chamánicas. Y es, precisamente, esa mezcla de lo hipertecnológico y el ritual, recobrado desde la dimensión del (post)performance, la clave del proyecto estético de Nofret que se aparta tanto de la ortodoxia del glamour y la banalidad cuanto del ilusionismo exhibicionista tan característico del net-art.Sabemos que mientras el arte tradicional se ha centrado en la apariencia de las cosas y en su representación, "las artes en soporte digital y publicitadas en la red, como recordaba Roy Ascott, tratan de los sistemas interactivos, de la transformación y el cambio, del observar y del devenir". En una sociedad tan competitiva como la nuestra el sujeto, aunque sea un cyborg o un mutante mediático, como parece proponer Deborah Nofret en cierta proximidad con planteamientos post-feministas, está empujado a la soledad y a la actitud de desconfianza permanente. Por otro lado se ha señalado que personas separadas entre sí por el espacio y por el tiempo se descubren capaces, gracias a herramientas como Internet, de decir "lo que a menudo no pueden decir cara a cara". Pero no basta con la complicidad del anonimato para dar respuesta a los interrogantes anteriormente planteados, necesitamos superar el poder cínico de ese "liberalismo tecnológico" que no es capaz de percibir el lado siniestro de las utopías que pone en circulación. La poética de bricolage de Deborah Nofret sensualiza la fría superficie de lo cibernético, traza alegorías políticas, por ejemplo en su serie Yo soy la mujer afgana (2001), entra en el vértigo de las identidades y, al final, ofrece un caleidoscopio hipnótico, en el que aparecen la voluntad de comunicar, el ojo cerrado y el labio que espera el cumplimiento del deseo que siempre remite al otro. Sus intensos retratos fractalizados imponen la geometría (inestable) de la pasión en un momento en el que la Gran Demolición impone, sucesivamente, el miedo y la venganza irracional. Deborah Nofret, maga cibernética, despliega un imaginario seductor, impar, memorable, esto es, una línea de resistencia contra la glaciación.

La Referencia sobre la obra de la artista NET Deborah Nofret.

Hay tres formas de contemplar y valorar el trabajo de un artista; la de cualquier espectador que observa " la puesta en escena de la obra de arte" con toda la intencionalidad posible o bien sin distinción alguna. La segunda que señala la presentación tradicional de la obra artística a través del crítico, curador, museógrafo o estudioso del arte cuya referencia está ligada a una cosmografía del arte. Y finalmente la de la mirada de un artista que contempla la obra de otro artista, algo así como el encuentro con el tesoro en la otredad del ser creador. Probablemente esta forma o condición contemplativa sea la menos objetiva por las cargas inherentes que se dan entre los autores plásticos, pero tal vez la más reveladora en los pajares de la imaginación y la fantasía.
Particularmente el net art creado por Deborah Nofret me sugiere varias vertientes aunadas, la que salta a la vista sobre la búsqueda de identidades personales a través del recorrido de los autorretratos llevados a los límites de la imaginación y la morfología del uso del ciberespacio.
Sin embargo a mi manera de contemplar su excelente trabajo, Deborah Nofret no solo transgrede el contexto visual llevado al límite del expresionismo cibernético, casi hermanado con la captura de una serie de perfonmance , donde Deborah es la propia materia prima de su obra hurgada en cuerpo y cara señalando nuevas formas de mandalas, transfigurada de artista creadora a imagen creada, de actriz en la búsqueda de su otro daimon, rastreando historias perdidas entre pueblos, atrapada por la arqueología de su espíritu , mas allá de las acostumbradas expresiones de transculturalización afro-antillana, tan cerca de los recuerdos de sus vidas pasadas, su infancia, su afanosa exploración de los otros rostros contenidos en si misma.
Estos hechos precisamente determinan la admiración de su obra por la ritualidad de su espíritu creativo; así como el sutil desenvolvimiento del trabajo desarrollado en diferentes temas que concurren en el llamamiento desesperado por preservar el humanismo sea en las entrañas del cuerpo y el pensamiento, la voluptuosidad de las formas, las texturas visuales que entornan y amarran, el lenguaje corporal, la significancia de los maquillajes. La persistencia por encontrar ese paradero existencial que como sombra necesaria persigue a todo artista.
Deborah Nofret persiste en la aventura de desnudarse para profanar el ciberespacio. Tal y como si fuera una hechicera que intentará encontrar la piedra filosofal de la forma y el color en la gruta de la virtualidad.

Julio Carrasco Bretón
Oviedo, Agosto 2002

DEBORAH COMO INTERFACE

Artistas y críticos de distintos continentes se reunieron en ocasión de la 7ª. Bienal de La Habana para reflexionar sobre el tema de la comunicación. Numerosas obras postularon diversas aproximaciones al problema de las cercanías y las distancias de un nosotros colectivo, y lo que me pareció más interesante el de un nosotros individual, el de uno consigo mismo. Se trata de un tema que presupone siempre un espacio mediador entre un emisor y un receptor, y la trayectoria de un mensaje desde un aquí y un allá. Esos espacios y esas trayectorias parecen estar ocupadas ―cada vez más― por los medios y las nuevas tecnologías.
La obra de Deborah Nofret, participante en una de las exposiciones colaterales más importantes de la Bienal situada en el edificio de la Casa de la Cultura de Plaza, no era ajena al problema planteado. Allí desplegó sus 140 piezas integradas en un mural de 18 metros cuadrados, todas realizadas con impresiones en láser. Impactaban al espectador las múltiples evocaciones de realidades mezcladas por el sabio efecto de la manipulación. Con esta pieza cerraba un ciclo expositivo de presentaciones habaneras ―muy fructífero― durante el año 2000 con sus muestras individuales: Ciberpinturas y Ciberidentidades y su participación en el Segundo Salón de Arte Digital del Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau.
Sin embargo, aunque Deborah había mantenido un rasgo común en todas sus obras con el uso de los medios computarizados como instrumentos esenciales en el proceso de creación, el mural presentado en ocasión de la Bienal introducía novedades importantes en relación con piezas anteriores vistas en el circuito habanero. En aquellas la fotografía había sido un soporte fundamental para establecer el diálogo interactivo con la realidad y los medios técnicos automatizados. Por otra parte, el uso de su cuerpo como referente fotográfico le suministraba a las piezas además de un dato de auto- referencialidad , otras posibles implicaciones genéricas.
En su mural titulado "Preferencias prestadas", empleaba otras modalidades del arte digital en las cuales la propia artista actuaba como interface de un sistema de conexiones múltiples, empleado como método de interacción y comunicación a escala del ciberespacio virtual de los sistemas automatizados. En cada pieza, y entre todas ellas, se estructuraban realidades-aparenciales con códigos de alta sensorialidad visual.
Una experiencia plástica de este tipo se introducía de manera orgánica en las preocupaciones temáticas de La Bienal con una propuesta basada en el uso de recursos no tradicionales. El montaje que estructura las composiciones provocaba sueños de futuridad por la mutabilidad de lo real y los efectos combinatorios superpuestos cargados de un profundo simbolismo. El título despeja todas las incógnitas. El préstamo estaba en la base de las preferencias: el llevar de un lugar a otro, el traslado inusitado. Pensado in extenso, susceptibles transferencia de versiones gráficas e icónicas procedentes de diferentes sitios visitados a través de Internet. La autora, como huésped informático en la telaraña de esas múltiples conexiones, se apropia y restituye fragmentos de archivos en el intenso tráfico de las redes globales de información para componer e integrar un discurso de infinitas sugerencias comunicativas.
El uso de programas gráficos y los comandos del teclado hacen posible todo ese despliegue de posibilidades visuales en las que vibra una suerte de pulcritud electrónica con un uso muy enigmático de la luz y el color. La capacidad inusitada de la gama de tonalidades, brillos y texturas se combinan en una libertad que estimula profundamente los sentidos. El relato visual de las 140 piezas incluida en este mural "Preferencias prestadas", introduce un elemento de sumo interés en el carácter "pictórico" de las superficies que hacían a los espectadores detenerse en busca de satisfacer inquietudes o encontrar respuestas a sus propias indagaciones.
Se trata de un arte al que no se puede ser indiferente. Que impone con su nueva visualidad, un observador avisado. Que distancia la obra de los procedimientos aceptados por el tiempo y la tradición, para abrirse hacia las dimensiones de lo inusitado en la empresa infinita que significa el mundo de la ínter navegación. Es sin duda una alternativa y una posibilidad. En esta obra Deborah actúa como una interface para explorar el ámbito de las interconexiones. Logra en ese sentido enlaces semánticos de gran interés. Se diría que imágenes híbridas donde se atraen y se repelen las similitudes y las diferencias. Ese es quizás el aporte mayor de esta experiencia de navegación Web que no está exenta de posibles naufragios.
Con originalidad y dominio técnico la artista sortea los peligros de esta aventura. En esta fecha, creíamos los más imaginativos que los platillos voladores sustituirían los automóviles y que el espacio sideral habría sido ya conquistado y el turismo instaurado para viajar a Júpiter o a Marte. Al inicio de un nuevo milenio vale contentarse con el espacio cibernético, lugar imaginario en el que coexisten los hombres y las computadoras. El arte no escapa a esa metáfora de fantasía. Es precisamente de esa comunidad electrónica de la que se sirve Deborah para imprimirle a lo que hace un sello de contemporaneidad. Pero su obra es más que eso, porque la artista usa sus herramientas en función del desafío y transita por esas nuevas avenidas buscando la comunicación necesaria entre lo individual y lo colectivo, entre los hombres y las culturas .

Yolanda Wood. Enero 2001.

DEBORAH NOFRET Performance Cibernéticos

Desde tiempos del Renacimiento, que añadió a la obra artística el valor de la personalidad al del objeto plástico en sí mismo, el tema del autorretrato ha sido motivo frecuentemente recurrido en la pintura hasta nuestros días, y ello ha estado condicionado por el carácter subjetivista proporcionado a la concepción artística y la preponderancia del reconocimiento al genio creador por encima incluso, del objeto artístico en sí mismo.
Al mismo tiempo, el vertiginoso desarrollo material y tecnológico caracterizador del siglo que ya se despide pareciera imponer al camino del arte el abandono definitivo de la naturaleza formal y discursiva, que dentro de cánones más o menos variables, le ha ido dejando su impronta durante toda su historia. Términos como vanguardia, nuevo, moderno, contemporáneo o postmoderno van pasando de moda con amenazante celeridad, dando paso a intereses experimentadores en busca de reincidentes rupturas e inéditas dimensiones.
Una especie de obsesión autorreferencial parece dominar la obra de Deborah Nofret, presentada ante el espectador como una especie de cóncavo espejo reflector de las más íntimas inquietudes y contradicciones de la artista. Pero, a diferencia de la galería de autorretratos que nos muestra la historia del arte, donde lo esencial está dado en el logro del parecido físico y psicológico con el retratado, en toda una primera larga etapa, y después, con el arte moderno, la búsqueda del reflejo de las particularidades de su personalidad; el uso de su propia imagen, en el caso que nos ocupa, es pretexto para despistarnos, señuelo para hacernos caer en la trampa de sus manipulaciones conceptuales.
Deborah Nofret Marrero Jiménez, nacida en 1967, en la ciudad de Cárdenas, en la cubana provincia de Matanzas, ha salido al ruedo de la creación plástica con evidentes intenciones transgresoras, utilizando con ese fin, medios creativos abarcados por las márgenes más avanzadas de la postmodernidad, aunque no precisamente vírgenes.
Las posibilidades de maquinaciones transformadoras que le ofrece la tecnología cibernética le permite atraernos a un juego de impresiones visuales de aparente fácil comprensión, ocultadores sin embargo de un complicado torbellino de sentimientos encontrados, que ella expresa valiéndose de los más contradictorios y extravagantes resultados técnicos. Desde un hiriente expresionismo transformador de su rostro en desgarradoras máscaras; hasta el ensayo de las múltiples posibilidades combinatorias del ordenador, en alucinados diseños decorativos.
Cuba, España y Puerto Rico han podido degustar sus obras en sugerentes exposiciones personales, como Ciberpinturas y Ciberidentidades, y colectivas, como los salones de Arte Digital de La Habana, donde ha obtenido reconocimiento.
Como todo creador, procesa su propia experiencia más la suma de experiencias circundantes del entorno inmediato, y el producto de esa reflexión se traduce en una suerte de nueva proposición, que se debe proyectar de modo sui géneris, con sus hallazgos y defectos, para concretar el toque de singularidad identificativa de toda forma de arte que rehuye la réplica banal. Sin embargo, el creador debe prever también la condición de ofrecer la posibilidad de lectura de su obra por parte del hipotético espectador.
Una vez atrapados en el sortilegio de sus performances cibernéticos, la actriz que es Deborah hace uso de los cambiantes valores aparenciales traídos del mundo del teatro, para llevarnos y traernos en una confusa atmósfera de espejismos, donde se nos muestra simuladamente dócil, desafiante o lasciva, en provocadoras secuencias de imágenes, que nos arrastran a la más maliciosa curiosidad o nos arrojan contra un absurdo grotesco.
Estamos de pronto sumergidos en una realidad de lo irreal, como si viéramos a la artista en una sala de espejos deformantes que nos devuelven su imagen falseada, fragmentada y semidisuelta en la iridiscente sustancia de infinitas presencias que flotan en el ordenador.
Mostrándose a sí misma en seductoras imágenes de radiantes colores, tan atractivas como perturbadoras en sus huidizos mensajes, donde su rostro, su cuerpo o algún fragmento de su anatomía se reproduce en múltiples representaciones manipuladas, se integra a un profuso entretejido de texturas o se diluye en las infinitas mediatizaciones de la mágica pantalla, Deborah va deconstruyendo su aparente identidad inicial, dada en alguna foto convencional, para procurar en cada experimento creativo una identidad otra, tan aparencial como aquella o quizás más legítima en cuanto escapada de convencionalismos, reglas y estipulaciones de todo tipo; lograda mediante alevosa confabulación con la máquina electrónica que eleva su obra al ciberespacio, cual rito de la era cósmica.

Orlando Montero Méndez
2000

Ciberidentidades

Deborah Nofret despliega su obra, un continuo ensayo sobre la
idea del autorretrato, cual flujo de imágenes que se renuevan sin
respiro, y que al hacerlo van enturbiando sus lazos con el modelo
original. De este modelo - el rostro y el cuerpo de la artista, la
anatomía fragmentada de una mujer cada vez más lejana, y cada vez más
convincente en la apariencia de su entrega- recibiremos todas las
decepciones posibles: la promesa de una cercanía casi ingenua que se
disuelve en torbellinos de placer visual: en texturas irradiantes, en
colores profusos, en espejismos de la forma, tensada al infinito.

Es así como Deborah decide representarse a sí misma: en imágenes
brillantes, seductoras, que nos convocan con un guiño de aparente
complicidad para inmediatamente iniciar un juego de transformaciones, una
alquimia perturbadora tras la cual lo reconocible se torna escurridizo,
leve, inabarcable. Se trata de una representación condicionada,
mediatizada- en buena medida, gracias a los filtros implacables de la
tecnología- y que ostenta con orgullo sus falsos verismos, de los que se
sirve, en última instancia, para confirmar su profunda irrealidad.

De modo que en estas obras se percibe, de una parte, el tono impuesto por
las más recientes tecnologías de la imagen, con sus ideas de lo
accesible, lo inmediato, lo fácilmente manipulable. Las mismas
tecnologías que al parecer han multiplicado hasta el paroxismo las
observaciones y las reservas de autores como Walter Benjamin y otros,
quienes avizoraron los conflictos en ciernes para "La obra de arte en la
época de su reproducción técnica".

Benjamin, por ejemplo, glosa a Pirandello, que fue capaz de definir el
"malestar" del intérprete [de cine] ante los equipos que habrían de
captar y reproducir su imagen, imagen luego separada del actor,
trasladada, ubicada fuera de su control. Sustituyendo el aparataje
temprano de la industria cinematográfica por el instrumental pulido que
hoy por hoy nos permite acceder al ciberespacio, nos queda todavía ese
intérprete aquejado de malestares insondables: Deborah, la actriz que no
sólo registra sus performances sabiendo dejarán de
pertenecerle, sino que más que preocuparse por la fidelidad con la cual
los medios pueden captarla a ella y a sus acciones, se dedica a pervertir
la nitidez de esas acciones.

"Pervertir", en este contexto, significa cubrir los registros con un
repertorio visual de amplitud infinita. Un repertorio crecido con
tradiciones plásticas recientes –del arte óptico a la imaginerá
psicodélica- para inscribirse, tangencialmente, en una suerte de zona
cultural "retro" a la que sin duda podríamos llamar también -valga la
paradoja- "post".

Cabe por último anotar la evolución de este continuo plástico, que en su
desarrollo ha transitado del expresionismo altisonante y hasta un poco
ácido a un estado de calma alucinada, de fluidez hedonista, desde cuyos
meandros no se excluye –antes bien: se exalta –lo
decorativo.Todo ello, con cierta ironía, en un trabajo que por otro lado
se vincula a esa imborrable secuencia de artistas mujeres representando
el cuerpo femenino: de Charlotte Moorman y Carole Schneeman en los años
sesenta a Annie Sprinkle y Karen Finley en los todavía próximos noventa.
De modo que si la Finley se embadurna de chocolate y de vainilla, cubre
su piel de confitura y se presenta comestible; Deborah –como en el
otro extremo- se nos presenta embadurna de
software, maquillada de pixels, maculada de
burbujas de tinta y todavía lejana, muy lejana...

Antonio Eligio (Tonel)

La Habana, julio, 2000

Noticias de Deborah Nofret

Penetre a Deborah a cuenta y riesgo suyos.

Los que van más adentro de la
superficie, hácenlo así a cuenta
y riesgo suyos.
Los que leen el símbolo, hácenlo
así a cuenta y riesgo suyos.
Oscar Wilde.

La idea de enfrentarnos a una obra de arte como si nos asomáramos a una ventana no ha perdido vigencia. Esta continúa siendo una de las más válidas y socorridas maneras de enfrentar la comunicación estética: apelar a esa disposición voyeurista a invadir espacios ajenos, a descubrir intimidades, a "adentrarnos" como prestándonos a un juego pre-sexual.
De hecho, el mayor placer que suele experimentar el espectador común es quizás no tanto verificar bellas apariencias, como creer que venció los umbrales trazados por su interlocutor desde el arte. En cambio, el placer de un artista muchas veces radica no tanto en las trampas que urde auxiliándose del críptico mensaje de una imagen, sino en creer que nos ha engañado. Artista y espectador se prestan entonces a una suerte de escarceo erótico, a un suave forcejeo por traspasar límites.
Todos hemos experimentado alguna vez esa perversa curiosidad que despierta un rostro o, al menos, lo que ese rostro puede ocultar. Ante un retrato, por ejemplo, el público prefiere ignorar obvias revelaciones, dejándose arrastrar por aspectos más subjetivos que un ojo desinteresado o escrupuloso pasaría inadvertidos. Poco importa el dato explícito, si logramos hallar el orificio por el cual podamos oportunamente fisgonear tanto el alma del retratado, como los más íntimos pensamientos y pasiones del artista.
Un retrato es superficie y símbolo, pero también puede constituir una solución ideológica para la construcción de identidades y, por tanto, un ardid para elaborar sutiles disfraces. Precisamente éstos son algunos de los elementos de los cuales se vale Deborah para armar una estética del camuflaje. Solo que en el caso de esta artista los recursos para el engaño nacen de una ininterrumpida serie de inversiones de las convenciones comunicativas. Podría afirmarse que Deborah simplemente le ofrece al público lo que éste siempre ha buscado; esa es su mejor trampa.
Deborah se exhibe deliberadamente; se coloca bajo la lupa del espectador, desafiándole, provocándole a invadir sus secretos, dejándole adivinar. A la tentación le sigue la duda. Y a la duda, la contención y el suspenso. El drama se acentúa con los silencios y lo no dicho se convierte en algo tan importante como lo ya nombrado.
El autorretrato le permite a la artista personalizar aún más este peculiar diálogo. Pero para un público no avisado, enfrentar los autorretratos de Deborah es como "llegar y encontrar la mesa servida" y reconocer luego los confusos efectos de un espejismo. Sucede que en sus "ciberpinturas" se tocan los más tradicionales conceptos y géneros del arte y las más sofisticadas herramientas con que dispone la alta tecnología; sin embargo, todo en ellas apunta hacia los más falsos ángulos de esos extremos. La lógica tensión entre ambos resulta aquí un eficaz ingrediente del mensaje destinado a enfatizar la mentira como señuelo.
Para ella el "autorretrato" es paradójicamente un vehículo para engatusar al público en un juego de ilusiones, y no el inocente "desnudo" de su alma. Si algo hay de autobiográfico en los autorretratos de Deborah es la máscara; no debe olvidarse que esta artista debe su formación en buena medida al mundo del teatro, medio en el que se ha desenvuelto durante varios años. Sin embargo, su óptica sobre el drama se amplifica en su universo de referencias. La vida social es un conjunto de sobreentendidos, de los cuales Deborah hace un uso táctico. Los artilugios esgrimidos por las conveniencias éticas e ideológicas, por la masificación de la cultura, por la teatralización del poder o por la despersonalizada perfección de productos provenientes de los avances de la informática, y hasta las normas convencionalismos sedimentados por la historia del arte, forman parte en su obra de una complicada madeja de significados que confluyen en un territorio común: la ritualidad.
La supuesta veracidad atribuida al aspecto documental de la fotografía es puesta en crisis una y otra vez por esta artista. El afán por "penetrar" a Deborah me lanzó a buscar más información sobre su método de trabajo y pude ver las fotos que, después de scaneadas, le sirven de punto de partida a sus Deformaciones. Son comunes "Fotografías de Estudio", que parecen tomadas para halagar la vanidad de un sensual rostro femenino. El documento inicial desaparece excluido por un desfile de rostros inéditos, cada uno de ellos un nuevo testimonio, cada uno una nueva y versátil Deborah. En un inicio me dejé atrapar pensando que se trataba de una labor de añadidos. Sólo después de observar y comparar detenidamente un grupo de obras, comprendí que para producir sus autorretratos la artista va quitándose la piel, desvistiéndose de armonías. Guiada por un impulso que tiene tanto de arqueológico como de freudiano, Deborah va explorando sus más recónditas fantasías personales, excavando en su mundo interior, reubicando los fragmentos sueltos de diferentes momentos de su identidad. Puede presentarse a medias entre el delirio y la perplejidad, portando un grotesco y enfático maquillaje que se confunde con desgarraduras, denunciando la impostura de una personalidad provisional y sustituible; o convertir en ridícula caricatura una goyesca pose de maja; o, bajo el título Eros, hacer coincidir en el mismo lecho a dos Deborahs casi idénticas, que se acarician con lascivia y muestran con desparpajo su extenuado goce, convencidas de la presencia de una mirada intrusa.
Los métodos de seducción de Deborah son disímiles. Hasta en el modo en que hace evidentes algunas huellas del proceso o en que convierte la situación creativa en asunto de algunos de sus trabajos, el espectador virtualmente se interpone en la ruta de Deborah, sustituyendo simbólicamente sus fuentes de energía. En una de las obras de esta serie un plug eléctrico, probablemente el de su ordenador, se alimenta de la artista. Pero la imagen puede ser vista igualmente de la siguiente manera: Deborah respira a través de esa conexión. Una tercera opción parece completar el ciclo: el público alimenta a Deborah. Tal parece que la artista se empeñara en reafirmar que las cosas no han cambiado tanto; la relación entre el creador y el espectador se expresa como el nexo entre un fisgón y un fisgoneado, pero ambos sitios son intercambiables. Sería inútil aproximarse con la ingenua esperanza de que conservaremos nuestro rol y nuestro lugar.
Deborah se coloca ante sus propios límites, se asoma a su propia ventana. Algunos podrían llegar a afirmar que Deborah va en busca de sus propios demonios deconstruyendo su identidad y que nos arrastra en esa perversa trayectoria invitándonos a recomponer su retrato. Yo preferiría decir que sólo exhibe sus máscaras --las máscaras que todos llevamos dentro--, como si la verdadera Deborah únicamente existiera en virtud de sus disfraces. Y éste es probablemente uno de los más atractivos enfoques de la obra de la artista: la verdad es tan leve como la imagen en la pantalla del ordenador, inesperadamente modificada por el inquieto movimiento de un Mouse.

Eugenio Valdés Figueroa.
La Habana, 1999.