viernes, octubre 26, 2007

DEBORAH NOFRET Performance Cibernéticos

Desde tiempos del Renacimiento, que añadió a la obra artística el valor de la personalidad al del objeto plástico en sí mismo, el tema del autorretrato ha sido motivo frecuentemente recurrido en la pintura hasta nuestros días, y ello ha estado condicionado por el carácter subjetivista proporcionado a la concepción artística y la preponderancia del reconocimiento al genio creador por encima incluso, del objeto artístico en sí mismo.
Al mismo tiempo, el vertiginoso desarrollo material y tecnológico caracterizador del siglo que ya se despide pareciera imponer al camino del arte el abandono definitivo de la naturaleza formal y discursiva, que dentro de cánones más o menos variables, le ha ido dejando su impronta durante toda su historia. Términos como vanguardia, nuevo, moderno, contemporáneo o postmoderno van pasando de moda con amenazante celeridad, dando paso a intereses experimentadores en busca de reincidentes rupturas e inéditas dimensiones.
Una especie de obsesión autorreferencial parece dominar la obra de Deborah Nofret, presentada ante el espectador como una especie de cóncavo espejo reflector de las más íntimas inquietudes y contradicciones de la artista. Pero, a diferencia de la galería de autorretratos que nos muestra la historia del arte, donde lo esencial está dado en el logro del parecido físico y psicológico con el retratado, en toda una primera larga etapa, y después, con el arte moderno, la búsqueda del reflejo de las particularidades de su personalidad; el uso de su propia imagen, en el caso que nos ocupa, es pretexto para despistarnos, señuelo para hacernos caer en la trampa de sus manipulaciones conceptuales.
Deborah Nofret Marrero Jiménez, nacida en 1967, en la ciudad de Cárdenas, en la cubana provincia de Matanzas, ha salido al ruedo de la creación plástica con evidentes intenciones transgresoras, utilizando con ese fin, medios creativos abarcados por las márgenes más avanzadas de la postmodernidad, aunque no precisamente vírgenes.
Las posibilidades de maquinaciones transformadoras que le ofrece la tecnología cibernética le permite atraernos a un juego de impresiones visuales de aparente fácil comprensión, ocultadores sin embargo de un complicado torbellino de sentimientos encontrados, que ella expresa valiéndose de los más contradictorios y extravagantes resultados técnicos. Desde un hiriente expresionismo transformador de su rostro en desgarradoras máscaras; hasta el ensayo de las múltiples posibilidades combinatorias del ordenador, en alucinados diseños decorativos.
Cuba, España y Puerto Rico han podido degustar sus obras en sugerentes exposiciones personales, como Ciberpinturas y Ciberidentidades, y colectivas, como los salones de Arte Digital de La Habana, donde ha obtenido reconocimiento.
Como todo creador, procesa su propia experiencia más la suma de experiencias circundantes del entorno inmediato, y el producto de esa reflexión se traduce en una suerte de nueva proposición, que se debe proyectar de modo sui géneris, con sus hallazgos y defectos, para concretar el toque de singularidad identificativa de toda forma de arte que rehuye la réplica banal. Sin embargo, el creador debe prever también la condición de ofrecer la posibilidad de lectura de su obra por parte del hipotético espectador.
Una vez atrapados en el sortilegio de sus performances cibernéticos, la actriz que es Deborah hace uso de los cambiantes valores aparenciales traídos del mundo del teatro, para llevarnos y traernos en una confusa atmósfera de espejismos, donde se nos muestra simuladamente dócil, desafiante o lasciva, en provocadoras secuencias de imágenes, que nos arrastran a la más maliciosa curiosidad o nos arrojan contra un absurdo grotesco.
Estamos de pronto sumergidos en una realidad de lo irreal, como si viéramos a la artista en una sala de espejos deformantes que nos devuelven su imagen falseada, fragmentada y semidisuelta en la iridiscente sustancia de infinitas presencias que flotan en el ordenador.
Mostrándose a sí misma en seductoras imágenes de radiantes colores, tan atractivas como perturbadoras en sus huidizos mensajes, donde su rostro, su cuerpo o algún fragmento de su anatomía se reproduce en múltiples representaciones manipuladas, se integra a un profuso entretejido de texturas o se diluye en las infinitas mediatizaciones de la mágica pantalla, Deborah va deconstruyendo su aparente identidad inicial, dada en alguna foto convencional, para procurar en cada experimento creativo una identidad otra, tan aparencial como aquella o quizás más legítima en cuanto escapada de convencionalismos, reglas y estipulaciones de todo tipo; lograda mediante alevosa confabulación con la máquina electrónica que eleva su obra al ciberespacio, cual rito de la era cósmica.

Orlando Montero Méndez
2000