viernes, octubre 26, 2007

Ciberidentidades

Deborah Nofret despliega su obra, un continuo ensayo sobre la
idea del autorretrato, cual flujo de imágenes que se renuevan sin
respiro, y que al hacerlo van enturbiando sus lazos con el modelo
original. De este modelo - el rostro y el cuerpo de la artista, la
anatomía fragmentada de una mujer cada vez más lejana, y cada vez más
convincente en la apariencia de su entrega- recibiremos todas las
decepciones posibles: la promesa de una cercanía casi ingenua que se
disuelve en torbellinos de placer visual: en texturas irradiantes, en
colores profusos, en espejismos de la forma, tensada al infinito.

Es así como Deborah decide representarse a sí misma: en imágenes
brillantes, seductoras, que nos convocan con un guiño de aparente
complicidad para inmediatamente iniciar un juego de transformaciones, una
alquimia perturbadora tras la cual lo reconocible se torna escurridizo,
leve, inabarcable. Se trata de una representación condicionada,
mediatizada- en buena medida, gracias a los filtros implacables de la
tecnología- y que ostenta con orgullo sus falsos verismos, de los que se
sirve, en última instancia, para confirmar su profunda irrealidad.

De modo que en estas obras se percibe, de una parte, el tono impuesto por
las más recientes tecnologías de la imagen, con sus ideas de lo
accesible, lo inmediato, lo fácilmente manipulable. Las mismas
tecnologías que al parecer han multiplicado hasta el paroxismo las
observaciones y las reservas de autores como Walter Benjamin y otros,
quienes avizoraron los conflictos en ciernes para "La obra de arte en la
época de su reproducción técnica".

Benjamin, por ejemplo, glosa a Pirandello, que fue capaz de definir el
"malestar" del intérprete [de cine] ante los equipos que habrían de
captar y reproducir su imagen, imagen luego separada del actor,
trasladada, ubicada fuera de su control. Sustituyendo el aparataje
temprano de la industria cinematográfica por el instrumental pulido que
hoy por hoy nos permite acceder al ciberespacio, nos queda todavía ese
intérprete aquejado de malestares insondables: Deborah, la actriz que no
sólo registra sus performances sabiendo dejarán de
pertenecerle, sino que más que preocuparse por la fidelidad con la cual
los medios pueden captarla a ella y a sus acciones, se dedica a pervertir
la nitidez de esas acciones.

"Pervertir", en este contexto, significa cubrir los registros con un
repertorio visual de amplitud infinita. Un repertorio crecido con
tradiciones plásticas recientes –del arte óptico a la imaginerá
psicodélica- para inscribirse, tangencialmente, en una suerte de zona
cultural "retro" a la que sin duda podríamos llamar también -valga la
paradoja- "post".

Cabe por último anotar la evolución de este continuo plástico, que en su
desarrollo ha transitado del expresionismo altisonante y hasta un poco
ácido a un estado de calma alucinada, de fluidez hedonista, desde cuyos
meandros no se excluye –antes bien: se exalta –lo
decorativo.Todo ello, con cierta ironía, en un trabajo que por otro lado
se vincula a esa imborrable secuencia de artistas mujeres representando
el cuerpo femenino: de Charlotte Moorman y Carole Schneeman en los años
sesenta a Annie Sprinkle y Karen Finley en los todavía próximos noventa.
De modo que si la Finley se embadurna de chocolate y de vainilla, cubre
su piel de confitura y se presenta comestible; Deborah –como en el
otro extremo- se nos presenta embadurna de
software, maquillada de pixels, maculada de
burbujas de tinta y todavía lejana, muy lejana...

Antonio Eligio (Tonel)

La Habana, julio, 2000